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La importancia de los espacios

(Escrito originalmente durante la pandemia)


La mañana de un viernes sucedió lo que, en lo que llevó de vida, nunca pensé que me fuera a suceder: me harté de estar acostado en mi cama. Recuerdo haber sentido como si mis pies se calentaran, o la manera en que mis manos estaban cada vez más inquietas. El lugar que hasta hacía pocos minutos me había brindado descanso, se convertía en una prisión. Ahora pienso que quizá tuvo más que ver con la voz molesta del profesor que provenía de mi celular, dando lo que, por común acuerdo, llamamos clase. En defensa de mi cama, quiero pensar que simplemente estaba harto de la materia que estaba siendo impartida.

Pero sé que el tema es más complicado. Tengo otras vivencias que, considero, ilustran lo que intento dejar en claro. Ya van varias ocasiones en las que, por diversos motivos (desde bajar a desayunar, dar una vuelta, ir a la tienda, o simplemente ir al baño) salgo de mi cuarto. Si voy y vuelvo por lo general no habrá mayor problema. Pero, en las veces donde mi tiempo afuera se extiende por quizá más de media hora, algo sucedo cuando llega el momento de regresar a mi habitación. Simplemente, al abrir la puerta, pierdo la energía de hacer cualquier cosa.

Quizá se podría pensar que es porque en mi habitación se encierra mucho el calor y casi no entra la luz, y que tal vez debería de abrir las ventanas y recorrer las cortinas. Si bien no negaré que ello es cierto (tiendo a olvidar hacerlo en las mañanas, por lo que, cuando pasa del medio día, el mal ya está hecho), considero que hay algo más. Después de algún tiempo de profundas reflexiones (hechas estando despierto en mi cama por horas durante la madrugada, olvidando que debo dormir), creo que llegué a lo más cercano que tengo por ahora a una respuesta.

Hasta antes de la pandemia por el Covid-19, pasaba muy poco tiempo en mi cuarto. La rutina básica era la siguiente (digo básica porque estaba sujeta constantemente a cambios): me despertaba, bañaba, no desayunaba, me dirigía a la universidad (donde pasaba la mayor parte del día), después regresaba en el metro, llegaba a ordenar la casa, comía, hacía tarea en la sala y, por fin, dormía en mi cuarto (probablemente después de media noche y sólo por un par de horas). Básicamente, mi vida estaba casi completamente alejada de mi habitación. Era apenas un sitio en el cual ir a guardar cosas y tirarme pedos sin culpa.

Pero, con la llegada de estos tiempos, el cambio fue mayúsculo. No sólo para mí, sino para todo el mundo. Al principio realmente no era consciente de lo que podía suceder, ni siquiera había pensado realmente lo que significa el vivir una pandemia mundial. La verdad es que, hasta antes de esto, las pandemias para mi eran historias de terror que podían lugar a disfraces muy buenos para Halloween (de médico de la peste). Tal vez en mis momentos de mayor sensibilidad podía imaginar, al menos de forma lejana, el constante peligro de ser acechado por un enemigo invisible. El constante temor de que quizá mañana no me sentiré como hoy, y eso puede ser el inicio del fin. Pero esos momentos no bastaron para describir lo que pasó al final.

Y fue en esta falta de visión (de la cual no creo que se me pueda culpar, al menos al cien por ciento, tal vez un poco, sobre todo después de un año, pero no al inicio) la que me hizo pensar que era buena idea el hacer lo siguiente: instalar aplicaciones como Zoom o Google Meet en el celular, y tomar las clases no sólo en mi cuarto sino, constantemente, acostado en mi cama, mucho más preocupado por seguir las tramas difusas e incoherentes de mis sueños, que lo que los profesores tuvieran que decir. Con el paso del tiempo y los cambios de semestre, he procurado adaptar mejor el ambiente, tener ordenado el escritorio donde se encuentra mi computadora, dejar de usar las aplicaciones del celular para entrar a clases, ordenar mi tiempo, llevar un calendario, meditar y pedir perdón por mis pecados.

Pero, y es de hecho a esto a lo que quería llegar (y es por ello todo el relleno desarrollado en los párrafos anteriores), a pesar de todos los esfuerzos que tengo, hay algo básico que no cambia: no estoy acostumbrado (y debido a como es mi carácter es probable que nunca lo esté) a que mi espacio de trabajo esté mezclado con mi espacio de descanso. Más allá de que cada persona puede estar acostumbrada a algo distinto, o puede funcionar mejor de formas particulares (el típico ejemplo de quienes, en medio de un aparente desorden, tienen un orden interno), considero que es importante que cada actividad tenga su propio espacio.

De entrada, lo que estoy diciendo puede sonar al sermón de una monja que, en una escuela católica, encontró una parejita besándose. Si la monja no es tan conservadora y no se desmayó al ver dicho acto, quizá su reacción fue decirles a los pecadores involucrados que la escuela no es el lugar para hacer eso. Sin embargo, no considero que lo que estoy proponiendo sea lo mismo, aunque tampoco negaré que tiene ciertas ideas en común (lo cual no quiere decir que, en lo más profundo de mí, sea una monja, o quizá sólo en ocasiones muy concretas).

El considerar que cada actividad tiene un espacio específico en el cual puede llevarse a cabo de la mejor manera no es algo descabellado, ni siquiera novedoso. Es, en alguna medida, algo de sentido común. Es tan simple como que, si comiéramos en los mingitorios y orináramos en las mesas quizás algo no estaría del todo correcto. Otra forma de entenderlo, y no sé qué tan sencillo sea para generaciones más recientes entender este ejemplo, es recordar cómo era el jugar futbol en la calle. Es evidente que era posible, y de hecho había distintas maneras interesantes de poder conseguirlo. Desde los que incluso podían conseguir porterías chiquitas y usar un buen balón, hasta los que ponían piedras como porterías y usaban envases vacíos a manera de pelota. Pero, sea una u otra situación (con balón o con un Frutsi), lo cierto es que la calle no era el mejor lugar para jugar. En especial si esta era muy transitada.

Una idea común que se tiene, sobre todo entre los estudiosos de las ciencias sociales es que, al final, hay muchos espacios que terminan por significar, en el fondo, lo mismo. Tanto las escuelas, como las cárceles, como los hospitales psiquiátricos, son lugares que, en última instancia, oprimen a las personas. No negaré que, en abstracto y de manera simbólica, esto es cierto. Pero la experiencia diaria, si bien confirma de manera metafórica dicha idea, la sensación no es la misma. Una escuela, por más similar que sea a una cárcel, no tiene barrotes, lo cual puede hacer mucha diferencia.

El punto de lo que estoy intentado decir es que, de entre las muchas cosas que esta pandemia sacó a relucir, una de las que me parece más sorpresiva es la relación que las personas tenemos con los espacios. Quizá yo me sienta invadido por ahora tener que usar mi espacio de descanso como espacio de trabajo, pero algo es seguro: ese espacio es mío. En cambio, hay personas que no sólo tienen que soportar tener que estudiar donde duermen, sino que al lado de ellas hay más personas que tienen que hacer lo mismo.

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